Umberto Eco (1932-2016)
Por Juan Pablo Neyret
Desde que las casualidades no existen (o sea, desde siempre), Umberto Eco nació en la ciudad italiana de Alessandria (Piamonte, Norte de Italia), homónima de aquella Alejandría egipcia que albergara la biblioteca más famosa de la historia. En su casa de Bolonia, el pensador y escritor tenía una biblioteca personal de diez mil libros. Una vez le preguntaron si los había leído todos. Sorprendido, contestó que por supuesto que no. Le repreguntaron si pensaba leerlos todos. Respondió que, desde luego, tampoco. Huelga decir que no se trataba de ostentación ni esnobismo -dos de las actitudes que más detestaba- sino de un acto de amor y no menos de una búsqueda de la inmortalidad. De hecho, en una oportunidad afirmó: “El que no lee, a los 70 años habrá vivido sólo una vida. Quien lee habrá vivido 5.000 años. La lectura es una inmortalidad hacia atrás”.
Ocurre que, como su modelo, Jorge Luis Borges, Eco se figuraba el Paraíso bajo la especie de una biblioteca. Y, como el escritor argentino, era un hombre modesto y cordial. Aun en sus obras capitales en que analizaba la cultura de masas, la literatura, la política, todo lo que se le pusiera a mano, entablaba un diálogo con el lector lleno de guiños, que devenía (deviene, seguirá deviniendo) en una inmediata comprensión de los conceptos más profundos. El autor de “Lector in fabula”, el volumen en el que expone su teoría del “lector modelo”, es decir, para quién se escribe y que siempre se escribe para alguien, trataba a ese alguien de vos, como si estuviese sentado en la mesa de un café bebiendo uno de sus interminables whiskies. Como todo sabio de verdad, carecía de soberbia y su mayor aspiración, que logró ampliamente -esto es, no quedó trunca por su muerte a causa del cáncer a los 84 años, o mejor dicho a los 5.000-, era disfrutar la vida. Y hacer que los otros la disfrutaran.
La vida (y no me canso de escribir esta palabra, ni creo redundar con ella) de Eco fue, como uno de sus libros clave, una “Obra abierta”. En muchos sentidos. Por supuesto, el del concepto que guía el volumen, que la literatura no se clausura ni en/con la escritura y/o la lectura -y nuevamente resuena la inspiración de Borges-. El de no hacerle asco a ningún aspecto de la cultura contemporánea, salvo los lugares comunes. El del ya mencionado estilo de diálogo de café con quien lee. El de estar en cuanto lugar posible lo requerían. Y el de permitirse como pocos, si no como nadie, pasar abruptamente de ser un académico a un escritor de ficciones y, ad majorem gloriam, con la monumental “El nombre de la rosa”.
Sucesos argentinos
La fama mundial de Borges fue tardía. Recién en los ’60 fue reconocido en Europa y también fue entonces cuando, en una edición de apenas 500 ejemplares, Eco quedó fascinado con el volumen de cuentos “Ficciones”, originalmente de los ’40. Leía y hacía releer a cuanta persona se le pusiera a tiro ese libro donde el argentino postulaba que, en lugar de escribir cuentos, prefería imaginar que ya estaban escritos y ofrecer una reseña de ellos. Por supuesto, una idea de apertura, una consagración del lector y una voluntad de palimpsesto que no podía sino coincidir plenamente con los enfoques del semiólogo italiano.
De este modo se inicia el vínculo de Eco con la producción artística argentina. El segundo paso lo constituyó el “descubrimiento” para el público mundial nada menos que de Mafalda, que por entonces (fines de los ’60) se publicaba el semanario “Primera Plana”. Es un hecho que Italia es el país consagratorio de los historietistas del mundo, pero el autor de “Apocalípticos e integrados: Estudio sobre la cultura popular y los medios de comunicación” (1964) se adelantó a su propio país, y aun a la Argentina, a desmenuzar sabrosamente la obra cumbre del mendocino Joaquín Salvador Lavado. Como de costumbre, ello no quedó encerrado en los libros y los periódicos: Eco y Quino establecieron una amistad fraternal que se conservó hasta la partida física del primero.
Luces (y sombras) de la ciudad
El viernes 24 de junio de 1994 Umberto Eco recibió el Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Buenos Aires. El acto central tuvo lugar a principios de la tarde en el Colegio Nacional, donde, además de realizarse la ceremonia de entrega, Eco ofreció junto a un colega judío una conferencia acerca de otra de sus obsesiones, la búsqueda de una lengua perfecta, a la que incluso dedicó un libro en 1993. O, al menos, intentó ofrecerla.
Estos días (meses) de cortes de luz en la hoy Ciudad Autónoma me vienen inevitablemente a la retina cuando recuerdo mi cobertura de ese acontecimiento para LA CAPITAL, compartida con el colega y amigo Felipe Celesia, del diario “La Voz de la Costa”. Allí estábamos, en el Aula Magna de la institución, con posmodernos auriculares que nos proveían las palabras metálicas de la interpretación automática cuando de repente la tecnología -que Eco criticara tantas veces- dejó la sala a oscuras, estupefactos a los asistentes y abortada la disertación. No fue un corte breve, no. Tampoco pudo ser subsanado.
Como dijera Eduardo Sacheri, lo raro vino después y se pareció más a la popularmente condenada (o condenadamente popular) “vuelta olímpica” que celebran los egresados del colegio, con la pequeña diferencia de que tuvo lugar en la misma Aula Magna y fue protagonizada por gran parte del público asistente a un acto cultural. En las penumbras, decenas de asistentes comenzaron a levantarse de sus sillas y, como en el cuento “Las ménades” de Julio Cortázar -que quien lee habrá leído, caso contrario se promulgará un DNU para que lo haga-, empezaron a abalanzarse sobre la mesa de los disertantes, por supuesto, ignorando a uno y apuntando a Eco en busca de darle la mano, obtener un autógrafo y quién sabe cuántas cosas más.
De no tratarse Umberto Eco de un ferviente laico, uno diría que la cara de “ese pobre cristiano”, más que transformarse, se deformó. Una cosa es avenirse a la cultura popular y otra, ser asaltado por el “popolo”. El hombre trataba de preservar su cordialidad, por no decir su cultura, pero, tano al fin, su rostro revelaba que en su interior se acumulaban las más variadas “Santa Puttana” que conocía en los múltiples idiomas que dominaba. La luz, ocioso es decirlo, jamás volvió, el acto se dio por terminado nada piadosamente y Eco hizo mutis por el foro por no decir que huyó despavorido. La argentinidad al palo.
Anochecer de un día agitado
A confesión de parte, relevo de pruebas, sentencia el axioma jurídico. No voy a negar que yo también quería hablar con Eco, aunque de un modo menos efusivo y más provechoso. Por supuesto, Felipe Celesia también. Dicho en criollo, sabíamos el hotel donde se alojaba “L’Uomo” y -no otra cosa persigue un periodista, y ni hablar de dos, y para colmo uno de ellos entonces estudiante de Letras y el otro, de Filosofía- la cereza de la torta iba a ser, tenía que ser, la entrevista con la que regresaríamos a Mar del Plata.
Ya se ha dicho que las casualidades no existen. Apenas entramos al lobby, apenas detrás de la conserjería y ya esperando el ascensor, con toda su voluminosa humanidad, su característica barba y su infatigable sudor estaba Umberto Eco. Un periodista ha de ser como una ménade pero conservando un poco (sólo un poco) las formas, por lo cual Felipe y yo caminamos decididamente hacia él y, en castellano, iniciamos el juego de seducción. Nos miró. Nos escuchó. En uno de esos segundos que se vuelven eternos, con los sillones que nos esperaban un poco más atrás para sentarnos y encender los grabadores, se relajó y amagó, sin ninguna intención piadosa, el “sí”.
Eco parecía más bien un ekeko, cargado de libros, carpetas, sobres y esos canutos de plástico dentro de los cuales te dan el diploma y siempre se te caen. La puerta del ascensor se abrió y, en el segundo segundo eterno, vimos que no subía. En síntesis, pegó en el palo: nos manifestó que en otra ocasión menos torrentosa hubiera aceptado con gusto pero la palabra fue “no”, con las disculpas del caso. Nos dio la mano a cada uno. Sentí que tocaba el Saber, un Saber que haciendo malabares con su carga subía finalmente al ascensor. Sabíamos también cuál era la siguiente actividad de Eco esa noche: ir con Quino a ver a Les Luthiers. Hasta sabíamos en qué teatro. Pero asimismo sabíamos lo que hubiera significado interrumpir una reunión de amigos que después sin duda se irían a cenar. Felipe y yo hicimos lo único que cabía: nos fuimos a cenar.
Lugar común la muerte
En “Bacará” (1983), el primero de los dos únicos libros que editó en sus brevísimos 39 años de vida, el marplatense Juan Carlos García Reig (8 de agosto de 1960-6 de febrero de 1999), “Cachi”, como lo conocimos todos los que lo conocimos, publicó un cuento protagonizado por un empresario que, al consultar su horóscopo del día, lee: “Hoy morirá en cuanto se oculte el sol”. Tom Powerful, prosigue, “de inmediato llamó por teléfono a la compañía de aviación, comunicando su necesidad de dar la vuelta al mundo, junto con el sol, cruzando la línea internacional del cambio de fecha para burlar las predicciones astrológicas”.
En “La isla del día de antes” (1994), otra de sus novelas, Umberto Eco ubica a su protagonista, el noble Roberto de la Grive, en 1643, después de un naufragio del que se salva en una balsa hasta que encuentra un barco en una bahía próxima a una isla. La narración da cuenta de las cartas que el hombre le escribe a una incógnita “Señora” como el paradójico diario de viaje de alguien que ha zozobrado. Lo que más me importa en este caso es la razón de ser del título del libro: esa “isla del día de antes” está ubicada exactamente en el huso horario del cambio de fecha.
En el cuento de García Reig, bebiendo un Bloody-Mary en un hotel de Manila, por supuesto en Filipinas, desde ya un archipiélago, o sea en una isla, una turista “lanzó un grito señalando el cielo” y “quienes la rodeaban levantaron la mirada hacia el sol”. “¡Qué maravilla!” fueron las últimas palabras del señor Powerful, puesto que el relato concluye: “El eclipse duró un instante”.
Siendo Umberto Eco un goloso de la lectura, a veces me da por creer que llegó a leer el cuento del Cachi. Otras, no considero necesario que ese hecho material (la lectura) haya sucedido.
Eco nació el 5 de enero de 1932. No se necesitan copiosos conocimientos astrológicos para determinar que era de Capricornio. Incluso el dato puede parecer trivial e impertinente, salvo que, entre husos (y habusos) horarios e islas, lo inquietante es que el texto de García Reig se titula “El último capricorniano”.
Las casualidades no existen. Con Umberto Eco, un cosmos en sí mismo, ha muerto, el pasado día 19 en Milán, el último capricorniano.